“La Risa Perdida”

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Si hay algo a lo que se echa de menos en el mundo civilizado es a la antigua carcajada; esa explosión de alegría incontenible que nos batía desde adentro.

Hoy lo más cercano que tenemos a aquel recuerdo es un emoticono, al que solemos emplear demasiado en los chats y al que sin embargo, practicamos en escasas ocasiones en la vida real.

Desde el siglo XVIII  la risa estruendosa es considerada como un comportamiento  despreciable, excesivo e indecoroso. Algo típico de las clases bajas y sin educación. Cuanto más alto era el nivel social, menos expresividad se exigía.

El estallido de alegría se fue interiorizando poco a poco hasta convertirse en una mueca; un leve y controlado movimiento facial que acreditaba un divertimento adecuado a la ocasión. 

Es cierto que con el tiempo han variado también y mucho, los temas que nos divierten. Reírse del otro sea cual sea la circunstancia está mal visto socialmente; ni hablar del humor negro, o de cualquier ridiculizacion que pueda apreciarse como ofensiva y que pueda dar lugar además, a una denuncia por delito de odio o machismo.

El humor contemporáneo es estreñido, light y edulcorado y se ha interiorizado de la misma forma en que se ha privatizado la vida social contemporánea.

Hoy uno no se ríe tanto del otro, como de si mismo y es la  ridiculez de algunas costumbres lo que más nos hace gracia; siendo Woody Allen el genio que ha sabido reubicar al humor en la mirada introspectiva y consciente del individuo que observa su propia ridiculez y la hilaridad de sus propias costumbres e incongruencias.

Me llegan continuamente anuncios de talleres de risa, en donde por una módica suma, se nos ofrece recuperar a base de cursos, esa carcajada que antaño nos era tan habitual y que nos pillaba siempre en misa y en todos esos sitios en donde la seriedad era la norma.

Y quizás fuera la obligación a la seriedad aquello que nos hacía tanta gracia.

Si hoy existen cursos para volver a reír es porque ya existe un mercado que lo necesita; pero encuentro triste tener que aprender a base de cursos y a estas alturas de la vida, un hábito que adquiríamos de pequeños y de manera autodidacta.

La norma vigente del mundo civilizado es el silencio, el perfume, la chachara superficial y ecológica y la música ambiental, y cualquier carcajada fuera de lugar llama la atención de todas las miradas, como si un ser proveniente de la Edad Media se hubiera colado de pronto en la sala.

Hoy lo que se lleva es el susurro, la queja, la apariencia y la tristeza, siendo la depresión y el narcisismo las enfermedades top de esta era. Y aquel que no está deprimido o mirándose al espejo es adicto a alguna otra sustancia alucinógena que le ayuda a compensar la escasez de alegría natural y la falta de buenos chistes.

Lo más sorprendente es que ésta sea sin embargo la era de la abundancia y del confort; de la calefacción, del aire acondicionado, del cine en casa, de la felicidad del consumo, de la vida virtual y de las comunicaciones instantáneas, provistas de emoticonos para cada ocasión.

Pero el problema es que el confort también nos aísla y la abundancia en vez de llenarnos nos ilumina el vacío y nos amplifica el tedio del humor insulso y políticamente correcto que nos proveen y que nos permiten. 

Sólo los niños parecen estar todavía a salvo de perder la carcajada; aunque seguramente sea por poco tiempo; hasta que ingresen en el mundo de los civilizados y les toque ceder la única capacidad que no necesitaron jamás aprender de nadie, en pos de la mueca correcta.

Y aunque la alegría verdadera no haga ruido, de vez en cuando resulta muy reconfortante poder soltarle la rienda y reír cómo ríen los niños, cuando se les ordena que sean serios. 

JR

“No hay nada más triste que la alegría si se va”

Fito Páez

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