De pequeño mi padre me llamaba el abogado de los pobres y de los inocentes, porque era capaz de denunciar la injusticia cometida contra el débil y el pequeño. Odiaba con todo mi ser a aquellos villanos que se sabían malos y que mostraban su malevolencia sin tapujos, hasta hacer que el cuerpo te temblara de rabia.
Hoy sin embargo, me asustan mucho más los buenos, esos que van por la vida pensando bien de aquellos que estafan a otros y que abogan por una pasividad budista, siempre que sea otro quien aguante la tortura.
John Lennon por ejemplo ahora me repugna, con su imaginación estúpida de niño de parvulario, cantada con resaca a las 12 del mediodía desde la cama del cuarto de un hotel, junto a una japonesa que le convenció que acostarse con ella sería suficiente para proclamar la unión de dos mundos distintos.
Odio las velas y los lazos negros digitales, tan sencillos y que cuestan tan poco y sólo basta con apretar un botón para que uno se sienta misericordioso.
Es tan fácil ser bueno y además está de moda. Todos admiran tu entereza y tu capacidad para permanecer neutral ante un dolor insoportable, que es siempre el ajeno. Y se creen tu bondad porque ellos tampoco desconfían de la suya y todos están fingiendo ser lo mismo que tu crees que eres.
Ser bueno es tan bonito y resulta tan rentable, pero se ha vuelto tan masivo, que asusta tanta coincidencia entre gente que nunca se había puesto de acuerdo en nada.
Y sin embargo, en días como éstos todos entonan sorprendentemente al unísono el «Let it be».
Let it be, Let it be, mientras le toque morir a otro.
Let it be porque es gratificante dejar pasar, perdonar al asesino ajeno y de paso sentirse un santo.
Let it be porque no soy yo, ni es ninguno de los mios,
Let it be y me cago en John Lennon porque nunca me imaginé que los peores fueran los buenos.
JR