
Todavía recuerdo aquel día en que Barak Obama se convirtió en el primer presidente de color de los Estados Unidos. Sentí una emoción profunda y admiré a la sociedad norteamericana por dar una vez más, un ejemplo de Democracia al mundo.
El triunfo de Obama fue un símbolo de conciliación a nivel mundial, o al menos yo lo creí así durante mucho tiempo, y aunque no compartiese muchas de sus ideas políticas, su triunfo fue una alegría más allá de cualquier ideología.
Sin embargo, 8 años después, el triunfo de Trump no fue recibido con la misma tolerancia y durante toda su presidencia la oposición se empeñó en no hacer otra cosa que hostigarle sin descanso durante todo su gobierno.
Es curioso ver cómo aquellos que presumen de una superioridad moral y de una tolerancia inigualable, no lo demuestran cuando las cosas no salen como ellos quieren.
No recuerdo que durante ninguna de las dos presidencias de Obama se le haya hecho una persecución semejante a nivel mundial, como se hizo con Donald Trump.
Y es que queda claro, que cuando las cosas no son al gusto de la izquierda, arde Troya.
La Democracia es maravillosa cuando la izquierda puede manifestarse en la calle y romper y quemar todo, pero cuando el que se manifiesta y protesta pacíficamente contra las medidas de la izquierda es otro, ahí la democracia ya no sirve y hay que aplicar medidas estrictas de control y de represión. En ese caso, la policia opresora pasa a ser un aliado y las fuerzas militares, un recurso a tener en cuenta si hace falta más represión.
La Democracia ha demostrado ser la estrategia de acceso de aquellos que en realidad la usan para acceder al poder y una vez allí, instalar un gobierno totalitario.
Para airearme un poco de tanta polarización decidí ver el documental de Michelle Obama en Netflix, esperando encontrar un canto a la conciliación y al entendimiento democrático; pero para mí sorpresa, me encontré con un documental que resultó ser un canto al resentimiento.
Yo que veía a Michelle Obama como a la confirmación del sueño americano; una mujer afroamericana que estudió en Princeton y en Harvard y que llegó a ser primera dama; me encontré para mi sorpresa con anécdotas oscuras de racismo y de recuerdos de esos feos, que todos hemos tenido en nuestra vida, por muy rubios y de ojos azules que seamos.
¿Quién no fue alguna vez rechazado, discriminado, burlado, echado de un grupo, menospreciado o esnobeado?
Yo creí que Michelle Obama gozaba de una situación de compromiso y de privilegio, y que tenía también una responsabilidad de compromiso social conciliador.
Un compromiso destinado a curar desigualdades y no a seguir abriendo heridas y fomentando más división y resentimiento.
De más está decir que no me gustó cómo contó su historia, en donde no se nota el agradecimiento a un país al que debería querer. Sin embargo, en cada relato se percibe en ella un resentimiento y una falta de patriotismo casi alarmantes.
¿Qué esperar de quien accedió a todo y no es capaz de agradecer y dar un mensaje conciliador?
Después de ver el documental no me quedó ninguna duda de que esta grieta que promueve la polarización y que poco a poco se ha ido alimentando durante estas últimas décadas a nivel mundial, seguirá dando sus frutos.
Unos frutos amargos y destructivos que no fomentarán los principios del diálogo y de la comunicación que establece la Democracia, sino de confrontación y de rivalidad permanente, que imposibilitan cualquier proyecto común.
No hay recetas infalibles que aplaquen el resentimiento, porque todo depende de cómo cada uno viva, afronte y supere sus propias dificultades en la vida; pero la forma en que uno transmite sus dificultades es fundamental a la hora de curar o de perpetuar una herida.
No es lo que cuentas, sino cómo lo cuentas lo que definirá que tus interlocutores sanen o enfermen.
JR