
Dicen que uno se merece la vida que se gana con esfuerzo y con trabajo, aunque los resultados nunca sean los mismos para unos que para otros, por mucho que lo intentemos.
Sucede a veces, que donde uno ve una oportunidad otro ve un impedimento, por lo cual la búsqueda de una igualdad de oportunidades es también imposible, aún ofreciendo una misma cosa a unos que a otros. Porque inevitablemente esa cosa nunca resulta ser lo mismo para todos.
Quizás sea la manera de mirar las mismas cosas aquello que nos diferencia a cada uno de los demás, algo a lo que muchos llaman «libre albedrío».
Si la igualdad de oportunidades no sucede ni aunque lo intentemos, al menos podríamos buscar la igualdad de soluciones para todos, que consiste en que la caída sea igual de amortiguada para unos que para otros.
Sin embargo, ni la posibilidad de altura ni el sostén en la caída son iguales para todos, sin contar que aquello que es altura para unos, es precipicio para otros y viceversa.
¿Como evitar entonces esta desigualdad inevitable, si somos seres creados a semejanza de un universo que nos encandila con la presencia constante de la diferencia?
Ante esta percepción de la desigualdad inevitable han llorado todos los hombres verdaderamente santos, que comprobaron que la fe no movía las montañas para todos por igual.
A esta dolorosa percepción de la injusticia del mundo, algunos la llaman sentir el dolor del otro.
Esta diferencia dolorosa llena de rencor a muchos, de soberbia a otros y de impotencia a la mayoría.
Si la diferencia es inevitable y así se manifiesta también en el universo, al menos deberíamos ser conscientes de que aquellos que nos consideramos afortunados no lo somos únicamente gracias al mérito, sino también al azar.
Así evitaríamos esa prepotencia de creer que el mérito y el esfuerzo son siempre suficiente, y dejaríamos un espacio de reverencia en nuestros triunfos a para esa fuerza inentendible a la que unos llaman Dios, otros casualidad o causalidad, para reconocer con humildad que ninguno de nuestros triunfos son enteramente propios, ni enteramente ajenos.
JR
» El error no es creer ni no creer; el error es creer que uno es capaz de llegar a alguna certeza» JR