Cada civilización tuvo sus divinidades, dioses a quienes se adoraba y a quienes se recurría en momentos de necesidad; y esos dioses decían mucho de cada civilización.
Los dioses griegos poseían cualidades humanas y divinas, representaban al ideal y al defecto, concentrados en una misma figura.
Pero no se escondían, ni el defecto ni la virtud; como si el reconocerse fuese parte de toda divinidad.
La hipocresía no formaba parte de la divinidad antigua porque un Dios podía permitirse ser dos polaridades sin ningún complejo.
La polaridad era parte del Dios como también es parte del hombre.
En nuestro caso la divinidad ha perdido algunas cualidades y ha conservado defectos que se intentan esconder a toda costa.
No hay Dios contemporáneo que asuma ser un abusador de menores, un maltratador de mujeres, ni un mal padre.
Los dioses actuales adulan la hipocresía y lo mismo te los encuentras en una marcha feminista pro derechos humanos, que en una fiesta con menores no tutelados en las islas Balerares.
Y lo niegan todo, como nos cantaba Sabina hace poco.
Negarlo todo es suficiente en un mundo de justicia corrupta, en donde los jueces dictan sentencia contra la quema del Amazonas y se horrorizan a diario con alguna frase de Trump y al día siguiente consumen cocaina con Greta thumberg en un cabaret. Hay que ver cómo cambia la moralina de algunos según la circunstancia…
La civilización contemporánea justifica al hipócrita y establece al éxito como único estandarte realmente valioso y debajo de ese manto de triunfo, se eterniza al individuo hipócritamente incoherente, como si fuera un Dios.
La pérdida de valores va asociada a la pérdida de rumbo, igual que pasó en Roma, cuando las normas pasaron de guiar a desaparecer y el vicio pasó a disfrazarse de libertades individuales.
El lema contemporáneo es «no juzgar» y bajo esa consigna se consigue criar un pueblo no pensante. Porque » no juzgues» equivale a «no pienses».
Nos hemos tomado tan a pecho este mandato de no juzgar nada, que hasta los jueces son ahora incapaces de hacerlo.
El juez, cuyo gran desafío era erradicar la injusticia, hoy está más preocupado por agradar a los medios de comunicación y por satisfacer a la opinión pública que por hacer su trabajo.
Ya nadie juzga, por temor a ser censurado mediáticamente, en un mundo en donde la única censurada es la razón.
Ser un ser racional es imperdonable en tiempos de hipocresía, te borran de las redes sociales, de los medios y de los juzgados.
Hoy hay que ser un espectador silencioso, condescendiente, un aplaudidor espontáneo coreano y entender que cada vicio es ahora considerado una necesidad natural y un derecho adquirido.
El violador es una víctima, el asesino también, el abusador de menores es un gran futbolista y el comunista vive con las riquezas de un señor feudal de la Edad Media. Pero está todo bien y todos están en su derecho.
Mientras tanto, te encuentras a los mismos verdes que denuncian cada día la contaminación ambiental, promoviendo la prostitución infantil y tirando las mascarillas por el retrete; con ese doble discurso tan típico de nuestra época y que ya ni siquiera nos hace ruido.
No juzgue, no piense, no opine. Dedíquese a tragar silenciosamente todas las incongruencias que le proveen a diario los medios de comunicación y acostúmbrese a poner corazones y likes, si no quiere que le bloqueemos la cuenta.
No juzgue, que aquí el único que tiene derecho a juzgar es el ministerio de la verdad; un ministerio empeñado en destronar a un rey para enmarcar a otro y a bajar los crucifijos para ponernos como Dios a un gordo drogadicto, amigo de dictadores como Castro,Chávez y Maduro, abusador de niños y niñas en Cuba, comunista de raza pero con buena zurda.
Pero usted no juzgue. No sea cruel ni intolerante. Abra la boca y siga tragando.
JR