La enfermedad siempre es un engorro y nunca se presenta en buen momento.
Ni el más simple resfriado es oportuno cuando tenemos trabajo pendiente, algún viaje de negocios o unas esperadas vacaciones.
Pero es cierto que hay lugares más adecuados que otros para enfermar.
Estar lejos de casa nunca es oportuno cuando aparece el malestar, ya que uno suele requerir de unos cuidados y de un ambiente amable, en donde poder enfermar con un poco de dignidad.
También es cierto que los parámetros del dolor varían mucho de un paciente a otro.
Hay gente que muere de pie o arando el campo y hay otros que ante la caída de una pestaña, ya están en cama hace rato.
La enfermedad es cruel y arbitraria; no tiene amigos ni preferidos y va creando enemigos allí por donde va.
Pero también existe quien la utiliza como mecanismo de dominio, de llamada de atención o como cultivo de la flojera.
No son pocas las personas a quienes siempre les pasa algo y nunca están lo suficientemente fuertes como para cumplir con sus obligaciones, sin aquejarse de algún mal.
Pero cuando alguna peste aparece en el ambiente, declaran que a ellos no les pillará porque son muy sanos. Y uno se queda entonces recapitulando, en cortocircuito y sin cobertura por unos momentos.
También están aquellos que temen perderse. Se consideran tan imprescindibles, que ante cualquier peste se mantienen recluidos y en formol. No vaya a ser que el mundo deje de contar con ellos.
De pequeño tenía compañeros que siempre estaban enfermos y a quienes siempre les dolía algo, y faltaban tanto al colegio, que a mitad de curso debían solicitar permisos especiales en la consejería de educación para no repetir.
Sus madres eran amables hasta tal extremo, que eran capaces de consentir la flojera como parte de una buena educación.
Y desde pequeños se les enseñaba la enfermedad como táctica y como modo de vida; como si esa condición escondiera una baraja ganadora o una sabida ventaja.
Yo sin embargo les envidiaba. ¡Y de qué manera! En mi casa la enfermedad no era jamás bienvenida y uno prefería no sentirse mal, para no incordiar a nadie.
Y las pocas veces en que caías en cama era porque no te quedaba otro remedio. Pero la curación era inmediata, mi madre sabía curar, conocía todos los antibióticos y nos medicaba sin demora y sin ningún temor.
Hoy sin embargo, la flojera es tan intensa que ante la aparición de un moco se colapsan los hospitales y renuncian los sanitarios. Y es que las madres modernas, no saben curar, ni guisar y le tienen miedo a todo.
Existen también distintos tipos de enfermos.
Están los enfermos llevaderos, que son esos que de tan malos que están, desaparecen. Y están aquellos enfermos que se creen los únicos enfermos del universo.
La verdadera enfermedad produce esa sensación; en la que todo desaparece; el mundo, la agenda, la gente e incluso el deseo de vivir.
Pero esto sólo sucede cuando la enfermedad es grave y el dolor profundo. Cuando es leve, la enfermedad es insoportable, el carácter se vuelve áspero y el reproche constante. Uno desea volver a ser lo que era antes de estar enfermo: una persona sin una verdadera preocupación.
La intensidad ayuda al desapego y al desprendimiento porque en ese estado de ausencia, uno no reprocha, sino que se entrega.
Y se sospecha que toda enfermedad es en realidad una ayuda para poder morir, sin estar tan aferrado.
Hay dolencias crueles, que exponen nuestra fragilidad a tal extremo que resultan humillantes. Pero hay personas que las dignifican porque son capaces de atravesarlas con una sonrisa.
En un mundo tan agitado y tan apresurado, parar es siempre un contratiempo. Detenerse es síntoma de estar perdiendo el tiempo, pero hay veces, en que es el tiempo quien le para a uno.
Y aquel que despreciaba su vida comienza a valorarla y aquel que endiosaba su vida, comienza a ver la superficialidad de toda su existencia.
Y entonces aparece el gran absurdo y el depresivo se apega mas que nunca a una vida que hasta hace poco detestaba y el frívolo comienza a detestar la vida vacía a la que amaba.
«Dime cómo vives y te diré como mueres» nos diría algún sabio si nos conociera. Porque no siempre quien desdeña la vida sabe morir, ni quien la idolatra se aferra tanto a ella.
Saber enfermar es importante, incluso he llegado a considerarlo como a un tipo de educación en la conciencia de la propia fragilidad, de la propia fortaleza y de la propia vida; ni tan grandiosa, ni tan miserable, pero siempre finita.
Y es esa finitud lo que le otorga toda su valía.
JR
sinceramente es usted un visionario y sobre todo un inspirador que contribuye.
gracias por coincidir