Desde pequeño fui educado en un entorno católico y aprendí a ver las cosas de una forma particular; pero que yo creía universal.
Yo pensaba que todo el mundo creía en las mismas cosas en las que creía yo y esto es una actitud muy común en los niños que se crían en entornos demasiado homogéneos, en donde la interacción con la diversidad no está presente en su ámbito social.
Uno termina creyendo equivocadamente que todos son como uno y que todos quieren y creen en lo mismo.
A medida que fui creciendo comencé a cuestionar muchas de las cosas que llevaba años repitiendo de memoria, sin saber qué significaban en realidad. Muchas de las cuales comenzaron a hacerme ruido y un poco más tarde, también algunos cortocircuitos.
La rebeldía siguió creciendo y terminó en un distanciamiento pacífico pero terminal de la religión.
Yo creía que la distancia y la oposición a ciertas ideologías eran la forma contraria a la pertenencia, pero más tarde observé cómo los ateos, intentando justificar la inexistencia de Dios, tampoco paraban de hablar de él.
Tuve hijos y decidí mantenerles alejados de toda religión. Y a pesar de los temores de mis padres, de que mis hijos no fueran nunca al cielo por no estar bautizados, decidí arriesgarme y ahorrarles el trabajo de limpieza que tuve que hacer yo durante tantos años; deseando que toda esa energía pudieran utilizarla en cosas más interesantes.
Vivir sin Dios no resultó complicado y tanto sus valores sociales como afectivos no se vieron afectados en absoluto, ya que resultaron ser niños cariñosos, pacíficos, tolerantes y amables con todo el mundo.
En una ocasión fuimos a Roma y decidimos visitar una iglesia.
Mi hijo de 6 años fue el primero en entrar y salió al instante gritando espantado y advirtiéndonos a todos: _»¡No entréis! ¡No sé que ha pasado aquí, pero hay un hombre muerto y con sangre en la pared!»
Efectivamente había un hombre crucificado en la pared, algo que mis ojos, educados en una cotidianidad católica habían dejado de ver hace mucho tiempo.
La costumbre de ver lo que vemos nos vuelve ciegos. Y por primera vez y gracias a mi hijo de 6 años, tomé consciencia de lo atemorizante que puede resultar esa imagen para un niño de este siglo.
Y comprendí que por mucho que uno limpie, hay miradas que no vuelven a menos que alguien inocente te las despierte.
Después de recorrer Roma y su millar de iglesias, mi hijo se acostumbró a ver al muerto en la pared, pero por las dudas, no dejó de cogerme la mano en ningún momento. Creo que intuía algo extraño en aquellos recintos antiguos y oscuros, en donde lo primero que uno siente es dolor y un gran temor por no acabar como el señor de la pared.
JR
”Notas que tienes ojos nuevos, cuando lo familiar se vuelve extraño” JR