“Rebelarse a la Homogeneidad”

La homogeneidad se presenta en Matemáticas cuando el término independiente es nulo, en industria es la estandarización de las propiedades de un producto y en Filosofía es la reducción de la identidad a un pensamiento único.

Si algo valioso nos han aportado las Repúblicas Democráticas es sin duda, el permiso para no ser homogéneos. Esa es la libertad de la que disponemos para disentir y para construir nuestra propia identidad dentro del conjunto.

Existe en nosotros una necesidad natural de certeza, tras la cual emprendemos esta búsqueda de identidad, con el fin de asentarnos finalmente en alguna.

El problema aparece sin embargo, cuando se produce este asentamiento, en el que dejamos aquella actitud nómade del buscador, para establecernos y anclarnos en una forma de pensamiento, bajo la cual damos por terminado nuestro peregrinaje.

Cuando uno se establece en una identidad determinada, no deja sólo de buscar, sino también de «buscarse» como singularidad dentro de un conjunto.

Uno fija entonces su mirada y compacta su pensamiento acotándose a sí mismo, bajo una identidad fija e inamovible y siempre concordante con el grupo elegido.

Si bien es cierto que el asentamiento nos da una seguridad y nos habilita la pertenencia a un grupo afín a nuestra propia identidad, también comienza a condicionarnos y a limitarnos la mirada.

La homogeneidad es sin duda ese ambiente cómodo en el que uno se mueve, sin tener que hacer grandes esfuerzos de adaptación ni de tolerancia.

Y que nos facilita un medio conocido, familiar, en donde uno conoce las preguntas y sabe de memoria las respuestas a cada una de esas preguntas; pero en donde poco a poco, uno también se va olvidando de preguntarse cosas distintas y de crecer.

Hay en la homogeneidad un silencio que no es espiritual sino monótono y una afinación monocorde que hipnotiza y adormece el pensamiento. Y si bien es relajante por momentos el no tener que pensar, renunciar a esa capacidad delegándosela permanentemente a otro, es sumamente peligroso.

Hace unas semanas en mi edificio, hubo una reunión de comunidad para establecer los periodos de duración de la presidencia de dicha comunidad.

Mi opción fue la de sugerir periodos relativamente cortos, en donde la rotación fuese cada cierto tiempo imprescindible; pero para mi sorpresa la mayoría prefería una presidencia casi vitalicia.

El argumento era que si a alguien le «gustaba» ser presidente ¿por qué no dejarlo desempeñar ese cargo todo el tiempo posible?

Lo que enmascaraba esta postura tan generosa era en realidad, que ninguno de los presentes quería ocuparse de los asuntos de la comunidad y esta tendencia al poder vitalicio, no era otra cosa que el encubrimiento de la pereza del conjunto y de su intento por evadir su responsabilidad individual, con aquella frase tan conocida «que se ocupe otro».

De más está decir, que ganó la mayoría.

Cuando renunciamos a nuestra singularidad, renunciamos también a nuestra capacidad de actuar y de pensar de forma autónoma, delegando en otro esa responsabilidad, como si de todas las ocupaciones diarias que tiene un homo sapiens en el día, no fuera «pensar» y repensar lo pensado, la más importante de todas y la única que siempre, marcó la diferencia.

JR

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