No hay nada más difícil en esta vida que aprender a desaparecer.
El confinamiento no sólo nos ha hecho desaparecer de las calles, que hoy lucen preciosas sin el componente humano y la aglomeración, sino que nos ha condenado también a una desaparición en el ámbito social.
Hoy la gran mayoría de la población no tiene necesidad de vestirse, de maquillarse, ni de prepararse para salir y ser visto.
Y esta transparencia doméstica a la que nos ha obligado la pandemia, resulta relajante para algunos, (esos que disfrutan de un espacio en blanco entre tanto colorido) y sumamente estresante para otros.
No han sido pocos los que se han volcado a las redes sociales como locos, a hacer lo que sea, con tal de no desaparecer de la mirada externa; y son esas personas para los que la atención, resulta ser tan adictiva como la heroina.
Muchos se han aficionado a plataformas como tik tok o Instagram y han comenzado a subir historias de todo tipo, con la excusa de mantener entretenidas a las masas o vigente su imagen de persona pública.
Algunos han decido exponer su confinamiento familiar, sus pijamas de pandemia y demás intimidades, con la intención de entretener a la gente y evitar que se aburra.
Pero uno se queda dudando, si es en realidad la gente lo que de verdad les importa.
Si te empeñas en investigar un poco, existen exposiciones en este confinamiento para todos los gustos.
Personalmente, considero a la gente con capacidad para la invisibilidad como a gente especial.
Volverse invisible es un arte que no maneja la mayoría de las personas y cuando tienes la oportunidad de estar con alguien así, sientes que presencias un milagro.
Esta pandemia nos ha traído mucho sufrimiento por las personas enfermas, pero también nos ha dado la oportunidad de hacer muchos descubrimientos personales. No todos agradables, pero todos provechosos.
Este es un tiempo de invisibilidad profunda, de mascarillas que cubren la mayor parte de nuestro rostro, de distancias obligatorias, silenciosas y temerosas del contagio y del otro.
Pero la invisibilidad a la que yo me refiero, poco tiene que ver con el cuidado y con la preservación de la salud propia. No es una invisibilidad que me protege, sino una que se entrega.
Este otro tipo de invisibilidad abarca y no separa. Es una invisibilidad que tiene que ver con el desapego del yo y del mi.
Desgraciadamente, no todo son cacerolas y agradecimientos a las 8 de la tarde. Y los mismos que golpean eufóricos las cacerolas a una hora, a la siguiente y con la misma mano, redactan una carta al personal sanitario que vive en el edificio, solicitándole que se mude para no poner en riesgo al resto de propietarios.
Hay mascarillas que ocultan una gran miseria humana y que seguramente prevengan el contagio del coronavirus, pero no ayuden a dejar de ser una persona de mierda.
Y es que se nos está yendo mucha gente buena, generosa, entregada, invisible. Y nos quedan muchos sanos, llenos de gel desinfectante, mascarillas de protección triple A, cristales de coche anti Coronavirus y corazones de piedra.
Quedan muchos sanos, pero podridos.
He oído a muchos que se dicen religiosos hablar del Apocalipsis y de Purificaciones, con cara de piedra y sin quitarse la mascarilla.
¿Qué significa «purificar» para un hombre verdaderamente religioso?
Algunos consideran a la purificación como a ese consagrarse dentro del grupo del pueblo elegido; se purifica el mundo cuando mueren todos menos yo y los míos.
Pero para aquel capaz de hacerse invisible, la verdadera purificación empieza por casa.
La purificación para el verdadero santo, no tiene forma de pueblo elegido, ni de plaga, ni de arca, sino de cruz.
JR