¿Por qué nos inunda una sensación de pureza al recordar aquellas amistades de la infancia?
Quizá sea porque a esa edad uno era capaz de elegir a los amigos que realmente le eran afines y de defenderlos como si fueran hermanos.
Uno elegía sin prejuicio, interés o cortesía a aquellas personas que le hacían bien y nos resistíamos como locos a esos amigos que intentaban imponernos nuestros padres, por ser los hijos de sus amigos.
Uno se relacionaba con todos, pero a los amigos los elegía únicamente con el corazón.
Los amigos representan la memoria de aquello que fuimos y encontrarte con uno de esos amigos antiguos es recordar anécdotas que habías olvidado y recuperar esos trozos de vida, que de tanta vida, uno va borrando sin querer de su memoria.
Ellos son los testigos de algo que fuimos; de algo en lo que creímos con devoción, de miles de aventuras y de aquel desengaño, que desde hace siglos ni nos duele ni recordamos; pero que ellos sí recuerdan como si fuera ayer.
Lo maravilloso de la amistad de la niñez es que uno es querido así, con lo puesto y sin haberse convertido en nada específico en la vida.
Ni éxito ni fracaso corrompen a una amistad que se regala y se recibe sin condición ni status.
Esos amigos son incapaces de respetarte como a un gran profesional o como a un personaje famoso, no leerán tus libros ni comprarán tus cuadros más que por compasión, porque para ellos seguirás siendo siempre aquel que eras, cuando no eras nada más que su amigo.
De niño uno es tan sólo un nombre sin apellido, una posibilidad, un hoy, un presente, y si es amado, es amado tal y como es.
Luego el tiempo va pasando y la vida nos conduce por caminos nuevos, en donde el contacto indicado se vuelve necesario para llegar adonde queremos llegar.
Y cada vez más, uno empieza a coincidir con gente que le conviene pero le aburre.
Uno va cediendo y ampliando el círculo y sin embargo, siente que cuanto más grande es, más solo está.
Si tuviera que contar entre mi nuevo millón de amigos a uno sólo que me quiera con lo puesto, me sobrarían 9 dedos.
Uno ha dejado de ser sólo un nombre para ser también un apellido, un puesto en una empresa, una casa en un barrio, un socio del club, una cuenta en un banco, un currículum, una libreta de contactos y un historial socioeconómico. Pero lo realmente triste, es serlo también para el amigo.
La amistad se neutraliza y se vacía de su antiguo contenido para llenarse de litros y litros de nuevos intereses. Y se ha vuelto tan frágil, que ya no es posible hablar ni de política ni de filosofía, porque la amistad corre el riesgo de romperse.
Y es que esta nueva amistad no resiste a la ideología.
Aquella fortaleza que caracterizaba a todo vínculo firme e incorruptible, hoy ha mutado en una interesada cordialidad, sólo apta para hablar del tiempo, de las series y de los viajes. Todo lo demás, resulta peligroso para una amistad vaciada.
La neutralidad se ha vuelto un elemento fundamental para todo aquello que es incapaz de resistir a una opinión distinta.
La amistad suele sentirse como una reunión de trabajo; uno se prepara para decir lo que hay que decir y para callar lo que hay que callar. Y uno vuelve igual de agotado de estar con los amigos, que de trabajar en la oficina.
Y es que lo antinatural agota, como agota meter tripa para la foto de playa. Y en cuanto se apaga la cámara, uno respira aliviado.
Lo más importante para preservar una amistad vaciada es mantener una ficticia coincidencia y la frivolidad siempre activa para nutrir la neutralidad y preservarla tibia, políticamente correcta, interesada y conveniente.
Uno recuerda con nostalgia las veces en que dio la cara por un amigo o lo defendió a muerte, aún sin tener razón.
Hoy, primero piensas en aquello que puedes perder si lo haces y te quedas callado y en tu sitio.
Éramos incondicionales, inconscientes, arriesgados, desinteresados y valientes.
No importaba la verdad, lo que importaba era el amigo.
La neutralidad era una palabra demasiado larga para nuestro corto vocabulario, que no entendía de intereses sino de amor.
JR