Venimos acostumbrados a tener vidas organizadas, agendas electrónicas, alarmas para cada actividad, overbooking de quehaceres diarios y un sin fin de planes a futuro y siempre con esa falsa ilusión de que la vida puede organizarse a nuestro gusto y medida.
Una pandemia tiene la capacidad de trastocarlo todo; y no sólo los planes a futuro, sino la idea misma de que existe un futuro y de que disponemos de él a nuestro antojo.
Esta misma sensación es la que siente alguien acostumbrado a ser una persona sana, cuando se le diagnostica una enfermedad mortal.
Primero la sorpresa y la incredulidad, después la negación, luego la angustia y mucho más tarde, la conciencia de que la vida era solamente un regalo con fecha de caducidad desde el principio y no un bien eterno como llegamos a creer.
El concepto de temporalidad que nos aportaron siglos de vacunas, de cirugías estéticas y de descubrimientos científicos destinados a convencernos de que podríamos ser eternos, logró despistarnos bastante. Y muchos creyeron de verdad, que la eternidad del individuo era posible.
Es difícil aceptar la finitud para la que fuimos creados, pero este cruel descubrimiento, lejos de convertirnos en seres temerosos y aprensivos, debería hacernos conscientes de que si tenemos algo que hacer, algo que legar, algo que aportar, algo para dar; el momento es ahora.
La finitud puede ser cruel e injusta pero también liberadora; y quien se sabe a si mismo «temporal» se atreve a hacer más cosas y a arriesgarse más que aquel que está empeñado en mantenerse en este mundo para siempre y a quien esa permanencia le ofrece más limitaciones que oportunidades de acción.
Quien se sabe breve actúa y quien se siente eterno se afloja, sabiendo que siempre habrá un mañana disponible para poder hacer algo.
No intento encontrar en la desgracia los beneficios a los que nos impulsan los coaches, ni tengo fe en que después de la brevedad de la vida nos espere algo mejor, sino todo lo contrario, considero que tener que marcharse de una vida bonita es cruel y marcharse de una vida miserable debería ser liberador; aunque a la hora de irse, no quiera irse ninguno de los dos, ni el feliz ni el miserable.
Porque el temor a morir no trata sólo de la vida que dejamos, sino del pánico a la incertidumbre que nos espera y que sufre tanto el feliz como el desdichado.
Planificar un futuro incierto parece ser hoy nuestra tarea; aprender a vivir sin un «para siempre», sin garantías, sin «lo mismo de siempre» para crear rutinas nuevas, que nos ofrezcan esa barandilla de contención que necesitamos imperiosamente para no caernos de la cama, hacia un abismo de misterio al que tememos porque nunca comprenderemos.
JR
Te felicito , me encanta y asombra todo lo que decís y cómo lo decís.
Escribís muy claro y eso nos hace muy bien a los lectores . Loly