Si algo caracteriza al ser humano y lo diferencia de cualquier otra especie es su capacidad para perfeccionarse. Y esa capacidad es la que le diferencia también de otro ser humano.
Uno sabe desde pequeño que posee esa capacidad, nazca donde nazca.
La condición social o económica de cada niño limita, pero no impone un estancamiento en las sociedades democráticas avanzadas, en las cuales prevalece la igualación de las condiciones para todos los ciudadanos.
(Con esto me refiero a aquellos países en donde la Educación de calidad se le garantiza a cada niño.)
El niño adquiere así la oportunidad para perfeccionarse y si ha nacido en una familia en donde la cultura no abunda, gracias a la escuela, puede conocer y acceder a un mundo nuevo y diferente al habitual.
En las sociedades democráticas esta igualación de condiciones implica también una oportunidad para desigualarse de la realidad familiar.
O sea, un niño nacido en un entorno pobre o sin cultura podría el día de mañana cambiar su condición.
Por lo tanto, la igualación de las condiciones da paso también a una nueva desigualdad de condiciones, gracias a la cual, el niño pobre se convierte años más tarde en un hombre rico o culto.
Pero como podemos observar, la desigualdad sigue presente; ya que sus amigos pobres, que no han podido, no se han esforzado, o no han gozado del talento o de la suerte suficiente, seguirán siendo pobres.
Hoy en día hemos ido un paso más allá y se considera que la Democracia no debe solamente proporcionar la igualdad en la oportunidad, sino además garantizar el mismo resultado de progreso para todos, algo que hasta ahora dependía únicamente del esfuerzo, de la habilidad o de la suerte de cada uno.
Este es el concepto del subsidio; que es un refuerzo para seguir igualando, aunque este mecanismo no dé siempre los mismos resultados; ya que lo que unos aprovechan como un impulso para seguir perfeccionándose, otros lo utilizan como un recurso para evitar cualquier esfuerzo.
Existe actualmente una tendencia mundial a desvalorizar el esfuerzo del individuo y a dar por sentado que todo logro ajeno es siempre un beneficio de clase o un privilegio de raza.
Pero aunque haya algunas excepciones, el común denominador del éxito en países democráticos es la suma del esfuerzo, la dedicación y la perseverancia del individuo.
Esta tendencia social y política que rechaza abiertamente el mérito y que es partidaria de una igualdad que no presuponga ningún esfuerzo por parte del individuo, se asemeja curiosamente al comportamiento aristocrático, una condición, que sin ningún esfuerzo se recibía o se heredaba sin más.
La igualdad que establece la Democracia es una igualación de condiciones a nivel legal y esto nos garantiza una salida desde la meta (relativamente) justa, pero que impone a su vez y una vez iniciada la carrera, el esfuerzo particular de cada uno.
La igualación de las condiciones no garantiza la igualdad en el resultado a menos que la carrera esté amañada; porque por mucho que igualemos las condiciones, siempre serán unos mejores que otros. Y que lo sean, lejos de ser una injusticia, es lo que garantiza el progreso de la humanidad.
Intentar igualar a toda costa degenera inevitablemente en una igualación negativa.
El igualar es siempre hacia abajo porque sólo se puede igualar hasta donde lleguen todos, intentando además que nadie sobresalga sobre otro, para evitar herir, diferenciar o discriminar.
Esto no sólo es un comportamiento anti- natura, sino altamente dañino.
Cuando en alguna disciplina se requiere que todos los colectivos estén presentes se aplica una igualación en las condiciones, pero si el que gana el premio no pertenece a una minoría comienzan entonces los reclamos.
No sucede lo mismo sin embargo; en deportes como el baloncesto, en donde ciertas minorías llevan siempre una ventaja sobre otras razas, sin que nadie diga nada.
Existe una exacerbada tendencia a imponer el reclamo de igualdad constantemente y muchas veces injustamente.
Una mujer talentosa no quiere ganar por ser mujer, quiere ganar por tener talento e imagino que sucederá lo mismo en todas los demás colectivos que se consideran oprimidos o discriminados.
Nadie que tenga dignidad quiere que le dejen ganar sin merecerlo.
Un niño de 10 años cuando ve que su padre hace trampa para dejarle ganar a las cartas, se ofende, porque existe en la ventaja y en la concesión una desvalorización implícita.
Jugar con ventaja es la confirmación de una irreversible desigualdad.
Y no duele tanto asumir la desigualdad como su condición de irreversible.
Al niño no le duele tanto perder, como que su padre crea que nunca podrá ganarle.
La igualdad se ha puesto de moda y la opinión pública condena a cualquiera que ose rebatirla en cualquier aspecto, pero yo me atrevo a decir, que no siempre la igualdad es deseable, ni resulta beneficiosa.
La igualación de las condiciones es la base de toda Democracia, pero no garantiza la igualdad.
Y no toda igualdad beneficia a la Democracia.
JR