» La mujer es lápida o pedestal» repetía mi abuela con la firmeza de una sentencia.
Con esta frase pretendía explicar a sus nietas como debíamos ser las mujeres con nuestros maridos. Podríamos hundirlos o elevarlos y todo sonaba tan cierto, que esa posibilidad parecía estar a nuestro alcance.
Con el tiempo recordé esta frase muchas veces y ví con dolor como muchos matrimonios fracasaban a mi alrededor,sin tener claro si había sido el desorden, la crianza de los niños, o la falta de amor, aquello que había conseguido finalmente la ruptura.
Con el tiempo comprendí que la realidad siempre va superando y actualizando las enseñanzas y que los nuevos tiempos obligan siempre a renovarlas.
En los tiempos de mi abuela la familia era enteramente responsabilidad de la mujer y el progreso laboral del marido también correspondía en parte a la dedicación que ésta ponía en promover su progreso. El marido debía encontrar al volver del trabajo, una casa ordenada, una vida social correcta y una mujer elegante y silenciosa, que intentara disimular lo máximo posible el caos de los niños, evitándole así distracciones innecesarias.
Hoy los tiempos han cambiado y los hombres en su mayoría ejercen una paternidad activa y comprometida. Han descubierto todo aquello que se perdían al privarse del contacto con los niños. Ruidosa e incansable, agotadora y demandante la niñez está llena de un contenido aprovechable.
El padre occidental actual es un padre que a mi abuela seguramente le hubiera espantado; una mezcla de amigo y cómplice de los niños, a quien a veces hay que llamar al orden, obligarle a bajar la voz, o recordarle que los niños deben respetar un horario e irse pronto a la cama.
La infancia de los hijos era algo que los hombres se perdían y que desde hace algunos años han recuperado.
«Tener a un niño cerca es tener el jardín del Edén a tu alrededor» me dijo un maestro una vez. Y así fue como comencé a verlos de una manera distinta.
Estos seres incansables, cariñosos, propensos a la suciedad y a los accidentes domésticos, de pronto se habían convertido para mí en portadores de un secreto. Y no he parado hasta descubrirlo.
Y comencé a observarlos como se mira a algo perdido, un lugar que alguna vez fue tuyo y que has dejado escapar.
«Me recuerdas a algo, a un lugar que conocí y que a pesar de ser tan lejano ahora está tan cerca de mi.» ….pensaba, mientras los ayudaba a dormir.
Hay algo en ellos que inspira, que aquieta, que descubre nuestra urgencia, esa que no nos deja estar presentes en los momentos. Somos propensos a escapar hacia el pasado o hacia futuro, hacia lugares que no están aquí perdiéndonos el ahora que ellos nunca dejan escapar.
Recordar esa frase de mi abuela me ha hecho volver a replantearla y preguntarme si en realidad sólo son las mujeres quienes poseen ese don; el de levantarnos o hundirnos; o si también pueden ser ellos , los niños del Edén, esos que tenemos a nuestro a tu lado y a quienes a veces nos cuesta reconocer.
Ésos que a medida que van creciendo empiezas a admirar y que además de intrigarte un poco, siempre traen algo para enseñar.
¿Que será lo nuevo que traen ellos al mundo?
Quizás sea la esperanza de que todo siempre puede cambiar.
Si yo pudiera contarle hoy a mi abuela todo lo que cambió…
Y cómo un padre que llega del trabajo ahora también desea ayudar y se sienta en el suelo con ellos, feliz de poder jugar. Los padres también presienten que hay algo escondido en la niñez que les ayuda a recordar aquel lugar que perdieron y que deben recuperar.
A las frases del pasado les podríamos agregar que ahora hay muchos otros que pueden ser «tu lápida o tu pedestal» y que sólo depende de los ojos con los que aprendas a mirar.
Si presientes que hay un tesoro escondido allí, cambiarás el enfoque y empezarás a buscar porque ellos traen la esperanza que perdimos y que podemos recuperar.
JR
A los nuevos padres y a los que vendrán…