«El Estigma del Follower»

«Los niños que nadie lleva de la mano, son los niños que saben que son niños» (Antonio Porchia)

¿Serán los hombres a quienes nadie lleva de la mano, los únicos hombres que sepan que son hombres?

Pertenecemos a una humanidad que ha cambiado a las divinidades a lo largo del tiempo, ha modificado sus nombres, sus palabras y sus ritos pero sin embargo, ha sabido mantener vigente a aquello que los crea: los seguidores.

Ser manipulado significa: ser llevado de la mano. Una mano que dirige, que interpreta y que condiciona impidiendo la propia mirada o el planteo de toda duda; protegiéndonos con la maternal excusa de evitar cualquier posibilidad de error que pudiese poner en riesgo un actual bienestar. A cambio de esa mano que promete seguridad, se exigen la vida, la propia valía y una mirada libre. ¿Debemos desconfiar de la estrechez de una mano que nos garantice una pertenencia, pero a cambio se lleve nuestra libertad de ver y de elegir por nosotros mismos?

A lo largo de la historia el hombre ha renunciado muchas veces a ser hombre para convertirse en creyente, en discípulo, en ciudadano, en seguidor, preservando siempre su condición de consumidor inalterada.

Los dioses han mutado a través de tiempo, pero el lugar de la divinidad nunca ha quedado vacío y se ha ido ocupando por dioses distintos. Sus palabras, sus leyes y su publicidad nos han ido guiando por unos caminos que siempre fueron multitudinarios. Masas en donde uno suele sentirse acompañado en la entrega de la propia libertad.  Esta sensación de ir acompañado aporta una entrañable confianza, la garantía de que uno no puede estar tan errado, cuando hay tantos otros a nuestro lado tomando nuestras mismas desiciones.

El consumismo nos ha aportado un nuevo consuelo y ha ocupado el antiguo lugar de la religión; que consoló nuestra soledad y nos aportó la costumbre del  ritual compartido, que  constituyó la terapia adecuada para sentirnos de a ratos parte de algo e ilusoriamente enteros. La propaganda no es una técnica nueva y se ha usado siempre para unir e inspirar  a las masas, estimulándolas a que recuerden poco y a que olviden más. La union partidaria a la que evoca toda propaganda nos moviliza y nos convoca. Entre las tantas campañas publicitarias siempre admiré aquella  del  maravilloso Miguel Angel, publicitando magistralmente al cristianismo sobre la bóveda de  la Capilla Sixtina. Las campañas con sus imágenes, sus  mensajes y sus palabras siempre nos han guiado hacia la ideología vigente, direccionando al hombre hacia un estilo de vida  propicio a su tiempo. Las distintas formas de publicitar las nuevas ideas se han repetido a lo largo del tiempo y siempre de la misma manera.

Nuestra mirada ha ido bajando; primero mirábamos al cielo buscando a Dios, luego un poco mas abajo enfocando hacia la ley de los hombres y ahora nuestra mirada ha bajado mas aún, hasta lograr quedar fija a la altura de las cosas. La mirada del hombre actual se enfoca  hacia un nuevo modelo de vida  guiado por el consumo. Nuestros ojos siguen inspirados sin embargo por un conocido profeta: la publicidad. Nada es nuevo, sólo cambia de aspecto preservando la intención que toda ideología nos propone: Sólo un cambio superficial, para poder seguir siendo los mismos de siempre.

La publicidad, que solía en sus comienzos resaltar la utilidad de un producto y los  beneficios que éste aportaba  para la vida del hombre, ha continuado su avance hasta afirmar que a partir de ahora, será el producto quien nos califique a nosotros, aportándonos él, una valoración acorde a sus propios principios.  El objeto, habiendo ya traspasado los limites de definirse a si mismo, vira ahora hacia una dimensión distinta, adquiriendo la capacidad de definir al hombre que lo consume. El producto es ahora quien dice algo del hombre, dando por entendido que el  hombre es incapaz de expresar algo por si mismo.

La marcas se han consolidado como las nuevas tribus a las que el hombre siente pertenecer al comprar un producto determinado, considerando al producto como al carnet de pertenencia que lo convertirá en parte de algo, que ahora no es.  Pero últimamente, este nuevo profeta comercial ha ido aún mas lejos y ha descubierto la intrínseca necesidad del hombre de soñarse a si mismo único y especial. En el intento de atraparnos, la publicidad logra ahora convencernos de que a pesar del grupo, nosotros podemos ser los elegidos, los protagonistas, los especiales, los preferidos por el objeto; concepto que contradice totalmente su inicial motivación,  planeada desde un principio para convocar a las masas.

Estos son los nuevos analgésicos personales que mediante frases copiadas y pegadas  intentan llegar a lo individual del ser humano y hacerlo sentir importante y por supuesto superior al resto. Lo hacen sin ningún remordimiento y sin ninguna intención de explicarnos estas insólitas asociaciones, que lanzan entre imágenes confusas y frívolas, durante  escasos segundos de aire. Utilizan frases ajenas y sacadas totalmente de  su contexto original,  malinterpretando los mensajes y virando las palabras hacia su objetivo, una práctica siempre arraigada a la política  y a la religión. Me resulta difícil comprender cómo un producto es capaz de hacerme único o diferente al resto de la masa que también lo consume. Sin embargo, la impunidad con la que este nuevo profeta lanza estas incongruencias, sigue siendo la misma que poseían los dioses de antaño y todo cuestionamiento a un ser todopoderoso e inapelable continúa siendo igual de inútil y de peligroso.

El producto ha dejado de ser lo importante desde que el foco se ha puesto en el hábito de consumir por consumir. El producto y su utilidad dan un paso atrás, delegando su   importancia a que sea el ser humano, quien  pueda alcanzar un poco de valía, a través de él.  Esa supuesta validez se encuentra fuera del ser humano pero está siempre disponible para su consumo. Se prescinde así de la utilidad del producto y también de la necesidad física que  provocaba su consumo, desligando a la necesidad física de la acción de consumir. Nuestra conducta consumista ya no está motivada por la necesidad física, sino por la necesidad espiritual del hombre.  Y es por eso que el consumo se ha convertido desgraciadamente en una actividad compulsiva.

La enfermedad se ha manifestado cuando el consumo dejó inesperadamente de ser un medio para convertirse en un fin en si mismo. Consumo para sentirme valioso, para conseguir aquellos valores que sólo una marca puede darme, para ser parte de un grupo al que sin ese producto no soy capaz de pertenecer.  Consumo entonces, para intentar tapar un agujero negro que no estoy convencido de que tenga un fin. Consumo sin la intención de saciar una necesidad, sino para saciar un vacío que presiento que no se llena con cosas que están fuera del hombre.  Pero aún conscientes de ello, preferimos seguir creyendo mas allá de toda evidencia, afiliados a una ceguera a la que siempre hemos llamado fe. Sin atrevernos a dirigir esa fe, hacia la búsqueda de la validez dentro del ser humano.

Ser un consumidor perpetuo, un hombre llevado de la mano de otros, es nuestra enfermedad. Una dolencia que nos agrupa y nos reconoce como especie desde hace siglos. Un estigma grabado a fuego que nos impulsa y nos condena a repetirnos a nosotros mismos inexorablemente, haciendo siempre las mismas cosas, pero de una manera distinta. Un estigma que a pesar del tiempo perdura en la piel, como si fuera un tatuaje que lleva escrito una sola palabra traducida en infinidad de idiomas: «FOLLOWER».

 

JRueda

«Una luz que alumbra muchos caminos, no alumbra un camino»  (Antonio Porchia)

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