«Vivir sin pueblo es asumirte solo. Eres un ciudadano del mundo que no pertenece a ningún sitio, pero que es capaz de habitarlo todo». JR
No pertenecer tiene muchos privilegios y uno de ellos consiste en ser poseedor de una gran libertad. Aquel que vive sin pueblo encuentra por primera vez, un espacio propio que se parece a un limbo. Un lugar en donde poder escribir su propia historia, elegir sus propias costumbres, seleccionar sus raíces y diseñar una vida acorde a sus preferencias.
Esta libertad lleva implicita además, una unión con todo lo diferente, ya que no pertenecer a nada te enseña a no excluir a nadie.
La pertenencia te convierte en dueño de la tierra, de su historia, de sus éxitos, de sus fracasos, de sus ambiciones, de sus rencores, de sus dioses y de sus costumbres. Esta pertenencia para muchos, implica una gran ventaja que es la de sentirse seguro en un ámbito en donde todos piensan y sienten igual que tú. Pero esto no siempre sucede porque sean libres, sino porque juntos comparten las mismas prisiones.
En este mundo global que nos toca vivir hoy, ser un hombre sin pueblo se ha vuelto muy común y sin embargo, algo que la mayoria no suele aprovechar como debería.
Tanta libertad da miedo y es por eso, que aunque lejos de la tierra, el inmigrante sigue recreando la propia patria en su hogar de expatriado. Una forma de continuidad con la pertenencia, que a veces enmascara a una culposa lealtad hacia la cultura abandonada o embandera una resistencia a adaptarse a un entorno diferente, que no es otro, que aquel que le ofrece cobijo.
Las bendiciones de ser un hombre sin pueblo son muchas. Uno comienza a alejarse poco a poco de los mundos conocidos, ya que uno se vuelve un extranjero, tanto en la patria que dejó como en la que habita. Y ésta es sin duda la bendición mas grande de todas: la posibilidad de ser un extranjero en todos lados.
Ser un hombre sin patria te despeja la mirada, porque la ausencia de apegos genera una claridad que antes no conocías. Aprendes a cuestionarlo todo, sin sentir que traicionas a nadie y aprendes a verte a ti mismo con aquello que arrastras y con aquello que traes; diferenciando a aquello que debes abandonar, de aquello que traes para aportar y apreciando también, todo lo que tienes que aprender de cada sitio.
Vivir sin pueblo es asumirte solo. Y transitar valientemente por esa soledad despertará en tí una empatía con todas las demás soledades.
Eres un ciudadano del mundo que no pertenece a ningún sitio, pero eres capaz de habitarlo todo. ¿Habrá sensación mas parecida a aquella que siente un pájaro; esas criaturas que no son más de la tierra de lo que son del cielo y que a la vez andan y vuelan, como si el mundo entero fuera suyo?
Otra de las ventajas de no pertenecer es que la «no pertenencia» incluye inevitablemente a todos. La tolerancia, lejos de ser el mandato que nos exige la diversidad, se vuelve un perfume compartido. Si yo no pertenezco a nada, no puedo entonces excluir a nadie. Por lo cual, la propia diversidad hace que la tolerancia emane de ella.
La tolerancia hoy ocupa el lugar de la moral del siglo XX, algo impuesto y sobre lo que se debe regular y dictar leyes. Y ha de ser así porque la tolerancia, no ha surgido aún de forma natural.
Lo natural para aquel que pertenece es la intolerancia, que se genera al sentir que algo es tuyo y que por lo tanto excluye al otro.
Si entendiésemos que la intolerancia es el resultado de la sensación de pertenencia, quizás dejaríamos de luchar contra gigantes y nos enfrentaríamos a los molinos de viento de nuestra contradictoria civilización. Esa que rige nuestro mundo y que cuenta con nuestra ceguera para seguir manteniéndonos confusos.
¿Puede alguien que se siente dueño de todo, ser tolerante?
No hay forma natural de que esto ocurra. Porque la pertenencia es el camino directo hacia la intolerancia.
Y a la tolerancia sólo se llega desde la conciencia de que uno también, es un extranjero en todos lados.
JR
«Ví a un niño sin pueblo unir a todas las criaturas de la selva por primera vez» ( Bagheera en «El Libro de la Selva» )