Existe en la tendencia a sentirse distinto, una vanidad y una prepotencia. Y quien hable de las masas como de algo distanciado de sí mismo, se equivoca, porque sólo es capaz de hablar de las masas con conocimiento, aquel que las conoce desde adentro y que entiende tanto su motivación como sus carencias.
Sólo la experiencia de haber sido masa en algún u otro sentido, nos otorga la comprensión y el posible análisis de su dinámica.
Porque uno en realidad, sólo es buen juez de aquello que también es, o ha sido parte alguna vez.
Todos hemos sido masa en algún momento de nuestras vidas y de diversas maneras y esta toma de conciencia resulta escencial para poder erradicar el desprecio, que desprende todo aquel que habla de la masa, como de algo muy distante de sí mismo.
Es por eso que la celebración de lo distinto resulta ser igual de desagradable que el enaltecimiento de lo igual y un delicado equilibrio entre los dos, sería el considerarles a ambos, como a dos extremos evitables.
Aquellos que se prodigan como distintos, son también seres desagradables, aunque ellos crean que en su vanidad existe una distinción justa y totalmente alejada de cualquier esnobismo.
Nuesta época, obnubilada por la salud y por la perdurabilidad de la vida material, ha hecho de lo distinto, una salvación.
El que no es distinto por alérgico, lo es por celiaco o por ser intolerante a algo. Y el que no; lo es por “sano”.
De pequeños se nos enseñaba a comer de todo y a no hacer diferencias entre un alimento y otro.
Esta educación no era otra cosa que educar en la tolerancia. Y lo curioso es que cuando se comía de todo un poco, no había ni intolerancias, ni obesos.
Antiguamente uno aprendía a tolerar aquello que no era de su preferencia y el verde se comía de vez en cuando, igual que el rojo, que el amarillo o que el negro.
Uno tenía sus preferencias por supuesto, pero sabía ser tolerante cuando estas cosas no estaban disponibles.
Hoy en cambio, todos en la mesa expresan abiertamente sus intolerancias con orgullo, luego de darte el respectivo discurso en contra de los alimentos que has servido y que estás por comer.
Y sin ningún respeto ni tacto, te advierten sobre los posibles daños y catástrofes que pueden ocasionarte dichos alimentos.
Uno, acostumbrado a tolerarlo todo en cantidades razonables, desea en esos momentos mandar a callar a su invitado, pero se controla, porque en vista de que es el único tolerante en la mesa, es a uno a quien le toca además, aguantar al hipersensible maleducado.
Y es que hay en la intolerancia alimenticia una falta de educación, como derrocha abiertamente y sin cortarse un pelo el niño invitado, que prolifera barbaridades espontáneas contra la carne, la pizza, los helados, el azúcar o la harina; repitiendo como un loro todo lo que oye en su casa; y al que uno apunta rápidamente a la lista de invitados a los que no volverá a invitar jamás.
– “A ese niño ya no me le traigas, es mejor que venga comido de su casa” – les digo a mis hijos. Y así es como los distintos se van quedando solos.
– “Es que son complicados y en estos tiempos de poco servicio, ya no queda tiempo para tanto menú especial” – respondo ante la insistencia de mis hijos, que acostumbrados a comer de todo, aguantan y superan casi cualquier cosa.
Y es que al final, tanta intolerancia es contagiosa. Y tanto intolerante te vuelve intolerante.
Se cree equivocadamente que las diversas intolerancias no están relacionadas entre sí, pero ese es un grave error.
Estamos educando a una generación de intolerantes, que luego además, tienen la caradura de ir catalogando de intolerantes a todos los que no les aguantamos.
JR