
“Las comparaciones son odiosas” repetía mi abuela, siempre que quería poner orden entre el grupo de nietos; en donde uno decía que era mejor jugando al fútbol que el otro y el otro decía, que era mejor en los estudios que todos los demás.
Según dicen los gurús de moda, uno sólo debería compararse con aquel que fue ayer. Esta comparación no sólo nos evita sufrimientos innecesarios, sino que además nos ayuda a mantener el foco en lo único que podremos cambiar y mejorar en este mundo. A nosotros mismos.
Pero compararse es inevitable, porque aunque no queramos hacerlo, no somos ni ciegos ni estupidos, y por mucho que uno se concentre en mirarse sólo el ombligo, vemos alrededor a gente mucho más talentosa, más rica y más exitosa todo el tiempo.
Pero la diferencia está en la mirada; si uno mira con admiración, con resentimiento, con envidia o simplemente con la mirada de aceptación que requiere toda diversidad.
Hoy la palabra diversidad está en todos lados, se nos exige todo el tiempo y se repite sin parar, pero siempre como reivindicación de alguien que se siente diferente, discriminado o en inferioridad de condiciones.
Pero nunca se emplea para aceptar con esa misma apertura, la superioridad ajena.
Yo me imagino que la diversidad no sólo tiene que ver con la raza o con las preferencias sexuales, sino también con la distribución de la riqueza y del talento.
Somos diversos en raza, en aspecto, en preferencias sexuales y también en capacidades.
Hay ricos, pobres, altos, bajos, guapos, feos, inteligentes, brutos, blancos, negros, gays, heteros, trans, etc porque el mundo tiende a organizarse de una forma muy dispar y no conoce la justicia.
La distribución natural no es ni justa ni injusta, simplemente es así. Y aceptarlo con talento y coraje, nos ayuda a mejorar.
Un psicólogo famoso me comentó una vez que atendía a un chico universitario que era muy buen alumno en una de las universidades más prestigiosas de los Estados Unidos.
Pero el chico, en vez de estar contento con su increíble desempeño en la universidad, llegaba a la consulta de su terapeuta amargadisimo.
La causa de su amargura era que su compañero de cuarto era mucho mejor que él; estudiaba menos y sacaba muchas mejores calificaciones.
El chico estaba rabioso y en vez de disfrutar de la vida en el campus con los amigos, se pasaba horas refunfuñando y odiando a su room mate.
El doctor intentó todo tipo de terapias para subirle el ánimo y la autoestima, pero nada funcionó.
Hasta que un día el psicólogo le preguntó: ¿Cómo se llama tu compañero de cuarto? Y el chico respondió: “Elon Musk”.
Compararse con Elon Musk evidentemente terminó en locura.
Aceptar con alegria la existencia del genio, del dotado, de aquel que es mucho más trabajador que nosotros o del que simplemente luchó más, mejor y más rápido para llegar hasta adonde nosotros no pudimos, o no estuvimos dispuestos a llegar; no es sólo un acto de humildad y realismo, sino algo sumamente necesario para mantener la cordura.
Gracias a Dios hay mucha diversidad y muchas diferencias e injusticias de este tipo en el mundo. Pero gracias a esa diversidad tan injusta, tan brillante y maravillosa, es que hemos tenido tanto progreso a lo largo de la historia.
Disfrutemos de esa diversidad, en vez de rabiar.
¡Y que sigan siempre floreciendo los diversos y los mucho mejores!
JR