“Intensidad Añorada”

Cuando uno observa las hazañas de los grandes hombres y mujeres de nuestra historia se asombra de ver cómo a los veintitantos años, muchos de ellos ya habían escrito, compuesto, creado, pensado y hecho tantas cosas, con tan pocos recursos.

Ni internet, ni avión, ni telecomunicaciones ni luz eléctrica en muchos casos, impidieron que la creatividad humana apareciera, creciera y se desarrollara.

Uno se queda pensando entonces, como es que con tantos años, uno no ha sido capaz de hacer casi nada valioso y vive sin embargo, ocupadísimo y sin tiempo para nada; aún teniendo las comodidades y las facilidades actuales.

Y es que hay algo que vamos perdiendo con la velocidad y es la capacidad de concentrarnos verdaderamente en algo.

Toda nuestra actividad diaria se vuelve veloz, precipitada, siempre con prisas por llegar a la actividad siguiente y sin lograr intensidad en nada de lo que hacemos.

La hiper comunicación que tanto nos comunica, nos tiene más solos que nunca. Rodeados de WhatsApp, de likes, de stories y de mensajes, pero sin comunicarnos verdaderamente con nadie.

Yo admiro en las películas el valor que tenía una carta y la intensidad de la comunicación que cabía en ella.

El remitente seguramente se había dedicado a escribirla en cuerpo y alma, y en esos diez minutos de intensidad, cabían mucho más que información y palabras.

Una carta era una forma de comunicación intensa; el papel nos traía la oportunidad de volcar en él sentimientos, secretos, dudas, sensaciones y hasta lágrimas, que hoy sólo existen en forma de emoticono.

Una carta era una forma de entrega; la entrega del tiempo, esos 10 o 20 minutos en los que uno era sólo para el otro. Y es que la intensidad necesita de esa exclusividad en la que no cabe nada más.

Uno se convertía entonces en un puente hacia el otro y deseaba con ansias llegar al otro lado, sin ninguna distracción más que la carta.

Recuerdo esas cartas escritas o recibidas como pedacitos de uno mismo o del otro, regaladas con una intensidad hoy desconocida en cualquier otro tipo de comunicación digital.

Hoy he cogido miedo hasta de llamar por teléfono a mis amigos; con quienes hace 10 años podía pasarme largos ratos de charlas telefónicas; y en donde nos contábamos de todo; podíamos reír o llorar, confesarnos o discutir sobre las distintas visiones del mundo.

Ahora un WhatsApp me parece suficiente y casi un abuso, para alguien que seguramente esté muy ocupado y a quien no deseo molestar.

Y si cada tanto grabo un audio, controlo a rajatabla no pasarme de los minutos tolerados; porque pasarse de dos, te convierten en una pesadilla, un audio eterno, que amerita reproducirse a velocidad rápida.

Uno ya no tiene tiempo de escuchar a nadie, ni de llamar por teléfono; aunque si llamo es porque aprovecho que voy andando por la calle, estoy en el autobús, en el coche o en el supermercado.

Llamo a veces, pero siempre que estoy haciendo otra cosa o pasando un tiempo muerto; porque la comunicación ya no nos parece importante, ni merecedora de ningún tipo de exclusividad.

La comunicación se ha convertido en un relleno o en música de fondo, en un complemento a otra actividad a la que consideramos inevitable o más importante.

Muchas veces me pregunté cómo en un mundo tan comunicado, la gente se sentía cada vez más sola.

La comunicación actual no nos sacia la necesidad de conexión con alguien, porque en este nuevo tipo de comunicación, se evita toda conexión.

La comunicación es tanta, a toda hora y en tantos tipos de soportes digitales, que es agotadora. Todo el día compartiendo, posteando, twitteando, subiendo fotos y cambiando estados, para terminar tan solos.

La cercanía que implicaba comunicarse a veces con otro, hoy se ha reemplazado por una higiénica distancia de seguridad informativa 24/7, constante y distante, para preservarme intacto.

No deseo realmente entrar en el mundo del otro, porque no quiero que me afecte, que me toque, ni que me modifique; sólo busco ser un espectador distante, que mientras te oye, hace otra cosa.

Esta es una distancia elegida, que huye de todo lo que me distraiga de mi superpoblada agenda y de mi calendario. Todo lo que me descentre de mi, es tóxico, porque cuando yo soy el principio y el fin de todo, toda intensidad y toda verdadera comunicación distraen.

¡Y con lo agradable que era perderse un rato de vista!

Uno termina entonces cualquier comunicación, igual de incomunicado que antes de tenerla. Igual de solo, igual de centrado en sí mismo e igual de distante.

Y aunque las redes sociales nos informen a cada paso adonde está el otro, qué hace, qué come y que siente; estamos igual de lejos. Mucho más cotillas que las antiguas viejas de pueblo, pero digitales.

La moda de hoy es evitar todo lo tóxico y lo distinto y ojo! que a nadie se le ocurra contarte un problema, una duda y sobre todo, que nadie nos distraiga de cumplir con nuestra agenda diaria de cosas inútiles a las que creemos super importantes; pero que aún no nos han convertido ni en un Beethoven, ni en un Bach, ni en un Hemingway, ni en un Camus.

Todos ellos descubrieron en la intensidad, la mayor fuente de creación que existe y se dejaron intoxicar una y mil veces y sin distancia de seguridad, para lograr una comunicación sin tiempo.

JR

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